Leo estaba tan cachonda que se masturbó en el baño del bar de uno de sus amigos. Leo pasó un fin de semana un tanto extraño, más que extraño, caliente. Quizá estuvo tan caliente porque la menstruación estaba "entrando en dos días", como decía la app que llevaba instalada en el móvil y que le decía cuándo había riesgo de embarazo y cuando podía follar libremente.

Esa noche, Leo salió como todas las noches, como una noche más, sabiendo que no iba a pasar nada nuevo y que acabaría sola como acaba últimamente. De camino a casa de unos amigos recibió una nota de audio muy modesta que no preguntaba más allá de qué estaba haciendo. Aunque Leo por aquel entonces no era capaz de mandar notas de audio por la vergüenza que le suponía que alguien escuchara su voz, contestó corriendo a su interlocutor escribiendo en el whatsapp algo así como "me encantaría mandarte notas de audio, pero no puedo". Los cigarros pasaron, y las cervezas pasaron, y el rock, y la noche pasó, y pasó la mariguana. También pasaron los mensajes avisando de la inminente borrachera, las fotos de "esto es lo que llevo puesto" y las respuestas de "me encantaría estar ahí y quitarte la camiseta".

Nuestros amigos le invitaban a todo, la notaban dispersa, la notaban distraída, tenían la sensación de que no se lo estaba pasando bien. Creían que quizá estaba bebiendo demasiado. Sin embargo, ignoraban que Leo tenía una hinchazón entre las piernas que no la dejaba caminar. "Me roza la costura de las medias al andar, y me duele, y me pone, y no puedo más". Tenía calor, hambre y ganas. Cuando llegaron al bar, Leo ni siquiera pasó a saludar al dueño, corrió derecha al baño, sujetó la puerta con la espalda porque el pestillo estaba roto y, sin quitarse si quiera el abrigo, metió la mano debajo de sus medias y comenzó a desahogarse. No le importaban nuestros amigos que estaban en la pista bebiendo, ni las chicas que se maquillaban frente al espejo, ni las que meaban en el retrete de al lado y a quienes se les oía reír.

Escribí a Leo para ver qué estaba haciendo y dónde, pero ella solo contestaba "tía, me muero" y "no he estado más cachonda en mi vida". Cuando llegué al bar, ella ya se había ido. A la mañana siguiente me contó que cuando llegó a casa, avisó a quien tenía que avisar de que ya estaba en su piso y que, mientras esperaba a que encontrara la dirección, los jueguecitos siguieron y siguieron sin otro fin que aumentar las ganas de más y la impotencia. Empezaron las fotos en pelotas, que precedieron a los vídeos de menos de 10 segundo que si no, "no se cargan", que dieron paso a los gemidos y los quejidos escritos con muchas haches, para acabar con mil orgasmos seguidos antes de abrir la puerta sin nada bajo la falda a otra persona capaz de acabar la tarea y dejando colgado al causante de tan tremendo calentón al otro lado de la pantalla, con las manos en la masa y con material de primera calidad.








Leo hizo un grupo de WhatsApp con las personas a las que podía haber infectado con hongos. Llevaba unos días con algunas molestias en la parte que tiene entre las piernas. Concretamente, desde el domingo. Pero no era como siempre, era una molestia extraña que bien podía haber sido por una noche loca, o por muchas. Preocupada y atacada por su inseparable hipocondría, acudió a su doctora para explicarle los síntomas que sufría y hongos. Leo tenía hongos. Cándidas que también se llaman.

Leo, que antes, y digo antes, era muy considerada con sus semejantes y entendió que debía avisar a todas las personas que podían estar infectadas, creó un grupo de WhatsApp, qué bien y qué práctica la vida moderna, y Leo, que es de traca. En ese grupo había un total de cinco personas. Cinco.

En ese grupo, cuyo nombre era "tengo setitas" y cuya foto principal era una de David, el Gnomo (nunca entenderé por qué) estaba el novio de su mejor amiga, con el que había tenido una noche loca, así, de manera espontánea. Su mejor amiga, porque si él podía estar infectado, ella también. Su mejor amigo, que abandonó el grupo nada más entrar porque "con lo que tú y yo hemos hecho no he podido coger nada", "ya, pero sabía que te haría mucha gracia estar en este grupo". Además estaba el chico al que se tiraba y que, por hongos o por cualquier cosa, no es que hiciera mucho caso a Leo que digamos. Y su ex. En el grupo Leo metió a su ex porque aunque solo hacía quince días que lo habían dejado, no sabía ni de dónde ni cuándo había podido coger esa cosa.

Limpios. Todos limpios. Menos Leo, que cogería hongos en cualquier piscina en cualquier momento por dejarse el bañador demasiado tiempo. O por andar descalza, le dijeron. 
Leo era inaccesible. La veía prácticamente todos los días, íbamos a la misma universidad y vivíamos en el mismo edificio. Desde la ventana de mi cocina se veía la de su habitación a través de un patio interior. Yo me quedaba horas mirándola, cuando pintaba, cuando cantaba, cuando veía series tumbada en la cama, cuando leía, cuando se cambiaba de ropa e, incluso, cuando se masturbaba.
Nunca fui capaz de hablar con ella. Siempre iba tan seria, tan callada que era imposible romper el muro que la separaba de ti. Me imponía mucho su presencia, con esa ropa tan elegante, cargada siempre de trastos, sentada en cualquier parte con un libro en su regazo. Siempre sola, o casi siempre. Desde mi cocina veía pasar miles de personas a su habitación, pasaban una noche con ella y se iban. A veces se quedaban a comer, a veces se quedaban un fin de semana entero, a veces ni dormían allí. Daba igual quién fuera, chicos, chicas, hombres mayores, alguna adolescente que otra, artistas, deportistas, monitoras de gimnasio, escultores, músicos, directores de cine y actores, gente normal, gente rara y yonkis. Siempre una cara nueva, siempre un cuerpo nuevo en su cama.
A veces las personas repetían, a veces se repetían varias personas a la vez. Leo se enamoró de aquel chico pelirojo de la universidad. Estuvo mucho tiempo con él, les perdí la pista cuando Leo dejó el piso. Lo que no sé es si el chico sabrá que al mismo tiempo que con él, Leo se veía con otras personas. 
¿Que si estaba enamorado de ella? Creo que no, era más bien una obsesión. Estudiábamos juntos, vivíamos en el mismo edificio, íbamos a los mismos bares, a los mismos museos, veíamos las mismas películas y los mismos conciertos. Mi vida se centraba en Leo, allí donde estuviera Leo, estaba yo. Analicé todos sus movimientos, la conocía perfectamente, aunque nunca hablara con ella. No podía pensar en otra cosa, solo quería que se fijara en mí, que nos besáramos. Me veía a mí mismo, desde mi cocina, entrando en su habitación, quitándole la ropa y diciéndole que la amaba. Pero sé que no la amaba. La impotencia de estar con ella era suficiente para desearla más.
¿Que por qué era imposible estar con ella? Solo había que mirarla, tan grande, tan elegante, tan seria siempre, con esa cara de perro. Nunca la veías hablar con nadie, no tenía amigas, siempre iba sola a todas partes. Existía un muro de hielo inquebrantable, nadie podía traspasarlo. No sé cómo toda esa gente pudo ligar con ella.
¿Qué le diría si la viera ahora mismo? Ahora que han pasado los años le diría que fui yo quien le regaló esa camiseta de The Smiths que tanto se ponía, que fui yo quien dejó en su buzón el paquete. La oía escuchar ese grupo siempre que estaba sola, sabía que le gustaría. 

Óscar, compañero del último año de universidad de Leo y vecino. 
Leo no prestó mucha atención a Lucas cuando lo conoció. Sin embargo, desde la primera vez que lo vio le resultó muy familiar. Algo así como si lo conociera de toda la vida. La típica persona que estás harta de cruzarte por la calle, en el parque o a la salida del colegio cuando eres pequeña; comprando chucherías o jugando en los recreativos cuando eres casi adolescente, comprando bebida en el supermercado cuando eres un poco mayor o bebiendo chupitos de tequila en la barra de algún bar típico toledano, la típica persona que estás harta de ver pero cuyo nombre ni siquiera conoces.
Pronto Leo y Lucas empezaron a coincidir en algunos sitios y empezaron a hablar. Y aunque en un principio Lucas no causó ningún tipo de reacción en Leo, ella se sorprendió haciéndose una pregunta: ¿Qué pasaría si ahora, de repente, Lucas y yo nos enamoráramos?
Ese fue el principio del fin. Solo una pregunta a sí misma le fue suficiente para empezar a obsesionarse con él. Leo paseaba por la calle ideando romances, imaginando cómo Lucas un día le diría que está enamorado de ella, cómo todo el mundo se sorprendía al conocer que Lucas y Leo estaban juntos. Ella se pasaba las horas muertas pensando en cómo sería besarlo, cómo sería agarrarlo de la mano, cómo sería ir con él de viaje a Berlín o, mejor, cómo sería viajar con él a Japón. Se iba a la cama imaginándose bailando junto a él en bares, esperando con él largas colas para entrar en los conciertos, se imaginaba las cenas familiares de Navidad y de cumpleaños. Leo empezó a enamorarse de Lucas sin mesura.
Una simple pregunta, inocente, encontró respuesta en la mente de Leo y fue suficiente para que, de la nada, saliera un sentimiento más que profundo a la vez que inexplicable por Lucas.
Leo escribía una lista de temas sobre los que hablar con el chico que le gustaba en sus ratos libres. Cuando tenía tiempo libre, Leo pensaba en qué temas eran los apropiados para hablar con Lucas la próxima vez que lo viera y lo apuntaba en una lista. La llevaba siempre consigo, siempre encima. Tenía una pequeña libreta en la que apuntaba temas a modo de esquema para tener algo de qué hablar cuando se encontraba con él. Era una pequeña lista que, llena de temas que la hacían parecer una chica estupenda, se abría con forma de árbol en subtemas que tenían relación directa con los gustos y aficiones del chico del que estaba prendada.
Lo mejor de todo era cuando tenía que usar esa lista para hacerse la interesante. Se ponía tan nerviosa cuando Leo veía a Lucas que empezaba a sudar, a tartamudear, incluso llegaba a reproducir gemidos, sollozos y lamentos. Cuando estaba en casa, podía repasar la lista de temas de memoria de pe a pa, del derecho y del revés, diciendo los temas pares y luego los impares. Podía detallar todos los subtemas, subcategorías y las ramas en las que éstas se dividían de cabeza. Podía relacionar tantos temas como le diera en gana y podía mantener una conversación consigo misma durante horas, quedando como una persona de lo más interesante, una chica atrevida, arriesgada e inteligente, coqueta y juguetona, seria pero alegre, responsable pero alocada. Podía parecer todo lo que quisiera cuando estaba sola porque cuando estaba frente a Lucas, todo eso se desvanecía y solo quedaban miedos y temblores. A veces Leo quedaba con Lucas, pero siempre había más personas con ellos. No tenía valor de quedar con él a solas, pero sí tenía valor para sacarle tema de conversación, solo que no se acordaba. Así, Leo siempre se levantaba en un momento dado, iba al baño y sacaba la lista de donde estuviera guardada y la ponía en su mano, a buen recaudo. Una vez de vuelta, Leo miraba de reojo la mano donde escondía la lista y sacaba un tema, al azar y se ponían a hablar de forma amable.
Cuando la conversación acababa, Leo volvía a echar un vistazo a la lista que escondía en su mano y sacaba otro tema de conversación. Eran tantos los temas que Leo tenía preparados que nunca se quedaba sin nada que decir. Su pequeña chuleta, como las del instituto, le era de gran ayuda, un apuntador en sus obras de teatro con Lucas.
Leo se encontraba atrapada en una sensación. Hacía tanto tiempo que no sentía algo así que el hecho de volver a tenerlo la dejó capturada puede que para el resto de su vida. No sabemos si fue a causa del alcohol que estaba bebiendo, de la marihuana que había fumado o de la música que escuchaba, pero el hecho es que Leo sintió una fuerza en su interior que tenía olvidada por completo.
Todo ocurrió una noche como otra cualquiera; en un bar como otro cualquiera; con sus amigos, que no éramos "cualquiera". Leo bailaba absorta en sus ideas, pensando en esa persona que nunca jamás se fijaría en ella, imaginando situaciones imposibles en las que ella y él estaban juntos, y puede que incluso retozaban salvajemente en su imaginación. O puede que retozaran de manera dulce y tierna, solo lo sabe ella. De repente, un escalofrío recorrió toda su espalda, comenzó en el cuello y acabó en la punta de sus dedos. Una descarga eléctrica se apoderó de Leo, quien se abandonó al más primitivo de los instintos. Leo dejó que esa sensación la emborrachara aun más, que se apoderara de ella, que la poseyera por unos instantes que fueron infinitos. Leo se mareó al sentir la mano de él, que ligera y segura, ágil y veloz, casi imperceptible, se había posado en su cuello, rozando levemente su pelo y haciendo que Leo ya no supiera quién era, dónde estaba, ni a qué había venido. Estuvo a punto de desplomarse en el suelo cautivada por la pasión, por recordar qué era eso de sentir un cuerpo caliente latiendo junto al suyo.
Ella sintió cómo su ropa caía de su cuerpo, cómo éste, desnudo, era completamente ajeno, cómo el vello se le erizaba como hacía años, cómo su piel se fundía con la de un cuerpo que no era el suyo y que ahora compartía algo con ella. Leo cerró los ojos y prolongó ese roce durante horas. En trance, recreaba esa caricia una y otra vez. A él lo miraba atónita, sin creer que ese sentimiento pudiera ser recíproco, sin creer en lo que había pasado. Leo no podía creer que en un momento, en una décima de segundo, sus mentes se sincronizaran, pensaran la una en el cuerpo del otro, y el otro en el cuello de una. No daba crédito a que esa mano buscadora la hubiera encontrado y la hubiera capturado por unos segundos que eran meses. Sus ojos pesaban, sus hombros pesaban, sus rodillas pesaban. Su mente daba vueltas en la maraña que se había creado en su cabeza.
Incapaz de articular palabra, Leo se centraba en mirar, en desear, en pedir a Dios que esa caricia se repitiera, que por favor, no podía dejarla así, creyendo que todo había sido un sueño, que nada había ocurrido. Que no era posible. Él volvió a acercarse y volvió a tocarla, mirándole a los ojos, suspirando, consciente de que estaba haciéndonos perder a Leo, a sabiendas que Leo lo necesitaba.
Leo tenía la fea costumbre de mentir. Mentía siempre que podía. No se daba cuenta, simplemente, lo hacía. No tenía maldad, no quería hacer daño a nadie, solamente, le salía. Ya hemos hablado con anterioridad de las mentiras de Leo, pero es que cada vez miente más. Lo hace porque puede, esa es la razón. No hay otra.
Pero tan fácil es para ella mentir como para mí saber que lo está haciendo. Es muy sencillo saberlo, solo hay que escucharla y prestar un poco de atención. Yo os enseño. Siempre repite las mismas fórmulas. Tiene frases hechas, de películas o inventadas, que siempre repite sistemáticamente. Por ejemplo, cuando se encuentra con alguien por la calle, miente. Es fácil saberlo, siempre dice lo mismo. Si te encuentras con Leo y te dice «no sabía si eras tú o no, he pensado "es, no es, es, no es" y me daba cosa acercarme por si no eras tú». Miente. Si dice «es, no es, es, no es» significa que os ha visto, que sabía perfectamente que érais vosotros, que no le cabía ninguna duda, pero no le salía de las santas narices saludar. Sencillo, ¿verdad?
Sin embargo, otras veces pasa que Leo se muere de ganas de ver a alguien. A veces tiene tantas ganas de ver a alguna persona que se imagina un encuentro fortuito en cualquier momento. Pasea por la calle pensando que en cada esquina, en cada paso de cebra, en cada portal, va a ver a esa persona a quien se muere por ver. Puede pasarse horas enlazando encuentros, aquí, allí, allá. Se muere de ganas de ver a alguien con quien no se encuentra. Tiene tangas ganas de ver a alguien que aprieta. Aprieta los dientes, aprieta las manos, aprieta los dientes, aprieta el cuerpo y, sobre todo, la mente. Leo cree que si deseas algo con todas tus fuerzas, y aprietas, se puede hacer realidad.